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martes, 29 de octubre de 2013

ROMPER EL ESTEREOTIPO MASCULINO, LAS ESTRATEGIAS DEL MACHO ACORRALADO


Romper el estereotipo masculino, clave para la equidad de género



Especialistas coinciden en que hay que trabajar sobre la educación de los varones, desde pequeños, para erradicar definitivamente la violencia hacia las mujeres.
La ruptura del estereotipo masculino que exige al hombre ser único proveedor económico, autosuficiente y sexualmente hiperactivo es clave en la deconstrucción del sistema patriarcal y machista, opinaron especialistas en derechos humanos y género.

"No existe una forma de constituir lo masculino, aunque desde la sociedad se impongan determinadas condiciones que son justamente las que tenemos que romper para comprender que existen masculinidades plurales y diversas", señaló a Télam Hugo Huberman, psicólogo social, educador popular y militante de género.



El especialista aseguró que "en tanto sigamos criando hombres a los que se les inculque que la sexualidad está sólo en la genitalidad o que deben ser `fuertes` y autosuficientes, no cesará la demanda de prostitutas, por ejemplo, entonces seguirá habiendo trata".

"Hay que recuperar la ternura, el afecto y el encuentro que implica la sexualidad, y dejar de asociarlo con lo genital, con el poder porque, por ejemplo, el uso de dinero por sexo tiene que ver con la autoridad y manipulación sobre el otro cuerpo".

"La formación en este camino de niños y jóvenes es central en la lucha contra la violencia hacia la mujer, y también en la búsqueda de equidad de género", aseguró.

Huberman explicó que "producto de este mandato social que implica que el hombre tiene que `irse a las piñas`", cuatro de cada cinco adolescentes muertos en América Latina son varones, en su mayoría producto de riñas callejeras, adicciones y suicidios.

"Tampoco los servicios de salud ni las políticas públicas de salud son dirigidas a varones por esta idea de que `el hombre no se tiene que enfermar ni va la médico`, entonces, por ejemplo, no hay campañas masivas para prevenir el cáncer de próstata", añadió.

Otro ejemplo acerca de cómo operan los condicionamientos sociales es que "después de la crisis de 2001 las que levantaron la situación dando impulso a la economía solidaria fueron las mujeres, porque el hombre que se queda sin empleo queda destruido y no tiene esa creatividad".

Integrante de la campaña Lazo Blanco, una acción de hombres comprometidos contra la violencia hacia la mujer que lleva cinco años trabajando en distintos países latinoamericanos

"Para deconstruir el sistema patriarcal y machista tenemos que cambiar la cultura que impone estereotipos para hombres y mujeres", opinó Fabiana Túñez, integrante de la asociación civil feminista "La Casa del Encuentro".

Coincidió en que "trabajar sobre la educación de los varones, desde pequeños, es central en esta titánica tarea de erradicar definitivamente la violencia hacia las mujeres".



En este sentido, Túñez consideró que "el aporte de quienes trabajan seriamente sobre masculinidades es complementario a nuestra labor; siempre decimos que los varones no son nuestros enemigos, los enemigos son los violentos y abusadores".

Ambos militantes expresaron su repudio a las organizaciones de hombres que han difundido la supuesta existencia del Síndrome de Alineación Parental que, haciendo una simplificación, plantea que las mujeres influencian a sus hijos para que éstos digan que fueron abusados por sus papás.

"Este supuesto síndrome no existe, y estos grupos lo único que hacen es reproducir la violencia que denunciamos", indicó la militante de la Casa del Encuentro.

Mientras que Huberman agregó que "muchos de estos grupos intentan pegársenos, pero nosotros siempre nos diferenciamos y nos preocupa su existencia porque generan un doble discurso del que, lamentablemente, algunos medios se hicieron eco".

Los luchadores por la equidad de género también coincidieron en la necesidad de implementar la Ley de Educación Sexual Integral y de ahondar en estas temáticas en las currículas educativas.

"En definitiva, quienes trabajamos sobre masculinidades no peleamos por derechos para hombres, sino por la construcción de un mundo más equitativo con acceso a los derechos para todas y todos", concluyó Huberman.


Fuente Télam


LAS ESTRATEGIAS DEL MACHO ACORRALADO: CHISTES, PIROPOS Y TRATO GALANTE

Definitivamente, las feministas somos unas amargas. Vemos machismo, patriarcado, androcentrismo, homofobia, lesbofobia, transfobia y violencia incluso en las situaciones más divertidas. Eso nos pone en un raro lugar: somos víctimas de permanentes ataques simbólicos, y a la vez victimarias por arruinar con nuestras respuestas destempladas las situaciones que gran parte de la sociedad considera entretenidas, glamorosas, seductoras, caballerescas, románticas y hasta corteses. Y lo peor de la confusión es que como pertenecemos a esa misma sociedad, tales situaciones también tienen eficacia simbólica sobre nosotras, también nos reímos y emocionamos con ellas; sólo que un Pepe Grillo feminista nos susurra al oído permanentes advertencias analíticas para que no caigamos en la trampa, para que no seamos literales, para que no sonriamos amablemente -como es de esperar- a los gestos corteses.


¿Qué quieren las mujeres?? se preguntaba Freud, y el error de nosotras era estar expectantes a su respuesta.

Mi propuesta de hoy es muy modesta. Contar algunas anécdotas, señalar algunas situaciones que encienden mi alarma, procurar tímidamente un puente comunicativo para hacer grietas en los implícitos sociales y generar vínculos que no lesionen con su reiteración a ningunx de lxs participantes en ellos.

Cuando inicié la carrera de filosofía, un profesor llamado Adolfo Carpio me dijo: “¿qué hace usted acá, no sabe que las mujeres no pueden hacer filosofía? Tiene lindos ojos, aprenda repostería y búsquese un novio”.



Me ubicaba así en una disyuntiva común a muchas mujeres profesionales: o carrera o familia. La filosofía era un sacerdocio que requería no ocuparse del trajín de la vida cotidiana, por eso era para varones, que como todo el mundo sabe vienen equipados con mujeres que se dedican a las tareas de reproducción y cuidado, entonces ellos no deben renunciar a nada que les corresponda para dedicarse a la vida contemplativa. Esta deliberación es objeto de muchas indagaciones feministas, de excelente nivel, que ponen eje en el quiebre subjetivo de las mujeres que deciden innovar. Como ejemplo diré que en una investigación sobre carreras científicas de varones y mujeres, encontramos como dato significativo que el 25% de los investigadores superiores del Conicet eran solteros (su carrera era un sacerdocio) pero esa cifra trepaba al 75% en las mujeres, además de tener muchas menos oportunidades de llegar a la cima.

Muchos años después, ya doctorada y con el permanente esfuerzo de equilibrar familia y trabajo, ocupo la cátedra que fue de Carpio. Últimamente he pensado si no será un gozo enfermizo estar en este lugar, si fue una aspiración verdadera o movida por el desafío y la revancha. Y eso me lleva a reflexionar sobre los deseos de las mujeres y su concepto de éxito. Tenemos paradigmas que producen indicadores precisos de lo que la sociedad reconoce como éxito personal y profesional, y el costo subjetivo de esos indicadores para las mujeres es doble: si acompañan a un varón exitoso, es posible que tengan a su cargo la parte menos glamorosa de ese éxito vicario; si ellas mismas lo son, es posible que alcanzada la meta no encuentren la felicidad prometida sino una incomprensible insatisfacción. Para las innovadoras, que decidimos desafiar la dicotomía conciliando familia y profesión, la culpa de no alcanzar el ideal de perfección en ninguno de los roles (que obviamente requieren la renuncia al otro) es permanente.

Asi las cosas, claro, no estamos para chistes. Sin embargo nos hacen chistes! Cuando me recibí, el profesor Eduardo Rabossi me felicitó haciéndome el extraño homenaje de contarme un chiste, precisamente este: Un hombre decide contratar una prostituta. Va a su departamento y encuentra que entre los previsibles adornos sugerentes había una pequeña biblioteca. Se acerca curioso y ve en ella libros de Kant, de Hegel, de Wittgenstein? Toma uno de ellos y ve que está subrayado y con acotaciones manuscritas. Le pregunta de quién son esos libros y la prostituta contesta que son de ella, que es filósofa. El hombre, extrañado, le pregunta cómo siendo filósofa trabaja de prostituta, y ella le contesta: “tuve suerte”. Fin del chiste. No me reí. Quedé como una amarga con mi profesor de derechos humanos.

Una brillante alumna mía, muy linda, terminó su carrera y no logró una beca o una plaza docente para comenzar a trabajar. Terminó de mesera en un restaurante muy caro de Puerto Madero, en plena era menemista, al que concurrían políticos y empresarios favorecidos por el gobierno (dicho sea de paso, algunos siguen concurriendo y siguen siendo favorecidos, pero ese es otro tema). Uno de los clientes en particular era muy pesado, con comentarios subidos de tono sobre su aspecto físico dichos a los gritos y festejados por sus contertulios. Un día mi alumna decidió contestarle con una frase de Nietszche. El diputado, sorprendido, le preguntó de dónde había sacado eso y ella le dijo que era filósofa. La pregunta fue inmediata: ¿y qué hacés trabajando aquí?, y la respuesta de ella también: “esta es la Argentina en la que vivo, yo soy mesera y usted es diputado”. Los contertulios festejaron el chiste, el político no se rió, ella sintió una satisfacción interior que duró poco porque ese mismo día la echaron de su trabajo por hacer comentarios indecorosos a los clientes.

¿Podemos reaccionar a la violencia de los chistes y los comentarios que nos ponen como objeto pasivo de frases soeces bajo la pretensión de ser piropos, cuando todo el sistema opera contra nuestra vivencia de esas situaciones? La observación rompe un código, a veces violentamente, y entonces pasamos de víctimas a victimarias. A veces ni siquiera tenemos la oportunidad de intervenir, porque la frase se refiere a nosotras pero se pronuncia entre machos en un intercambio que nos excluye y que tiene que ver con el derecho de propiedad. Porque como decía Locke en “Dos Tratados sobre el Gobierno”, para justificar filosóficamente la necesidad del pacto social que dio origen al Estado Liberal Moderno, la violencia entre los seres humanos es consecuencia de la lucha por la propiedad; y hay dos cosas que producen el máximo conflicto entre los seres humanos: la propiedad de la tierra y la propiedad de las mujeres. El pacto social, precedido del pacto sexual, reguló ambas propiedades dando origen a la familia nuclear y garantizando así la legitimidad de la progenie para cuidar la herencia en la acumulación de capital.

Los ambientes ilustrados no están libres de estos métodos disciplinadores del lugar de las mujeres. Cuando finalizaba la dictadura, comenzamos en la UBA un movimiento de estudiantes y graduados que permitiera recuperar las autoridades legítimas una vez alcanzada la democracia. Se creó así una Asociación de Graduados que hizo su primera elección. Los candidatos a presidirla éramos Silvio Maresca, un filósofo muy ligado a la política del peronismo , y yo, una pichi. Inesperadamente gané esa elección, y entonces Silvio le dijo a mi marido, también graduado en filosofía: “te felicito, ahora tenés una mujer pública”. No me lo dijo a mí, se lo dijo a él, que recibió así la advertencia de que un hombre que deja que su mujer circule por los espacios de poder de la política debe aceptar que reciba el calificativo con el que se describe a una prostituta: una mujer pública, una mujer de la calle, una mujer que no es de su casa y por eso ha renunciado a ser de un hombre para estar disponible para cualquier hombre.

Y así seguramente se lo enseñan a los hombres. Los cuerpos que circulan en la calle son cuerpos disponibles, y si no dan señales inequívocas de recato son cuerpos abordables sin permiso por el solo hecho de estar allí. Abordables físicamente y simbólicamente, con manoseos o con pretendidos piropos que nos ponen en situación de presa y a ellos en situación de dominio.

Salgo de mi casa un día de lluvia para un acto protocolar a la mañana, vestida con más cuidado que de costumbre. En la vereda hay un hombre acostado sobre unos cartones, totalmente borracho, harapiento que daba pena, y cuando paso me dice: “te haría cualquier cosa”. Ese hombre que no podia ni siquiera ponerse en pie, abandonado de todo, no había perdido sin embargo su poder patriarcal sobre mí, su poder de incomodarme y ubicarme en una situación pasiva que sólo podía ser respondida de modo desagradable o cambiando el código. Otras veces lo he hecho, ante ese habitual comentario “decime qué querés que te haga, mamita” pararme, mirarlo y decir: “recordame el teorema de Göedel”, o “recitame la Odisea en griego”. La respuesta produce pavor, la mirada del piropeador se llena de espanto: la violenta soy yo.



Los comentarios sobre nuestro aspecto físico nos desvían de nuestro lugar de interlocutoras a objeto. Incluso cuando pretenden ser amables nos están sacando de la relevancia del argumento para poner de relevancia nuestro cuerpo sexuado. A veces la violencia es más explícita, y cuesta menos verla.

En una manifestación docente donde hay represión policial encuentro a un diputado kirchnerista con sus asesores. Me pregunta con ironía qué hago allí, y yo le digo qué hace él que no está procurando que su gobierno no reprima la protesta social. El, molesto y bajando un poco la mirada de mi cara me dice “¿por qué te pusiste ese escote?”, sus compañeros se ríen, yo le repregunto “¿qué te pasa, extrañás a tu mamá?”, sus compañeros se ríen más. La violenta soy yo que lo pongo en ridículo ante sus subordinados.

Otras veces el comentario es menos burdo, y simplemente nos retrae del lugar donde nos habíamos instalado. En una sesión legislativa salgo de mi banca y me acerco a un diputado del hemiciclo opuesto para reprocharle uno de los mil modos de mala praxis legislativa que acostumbran. Mientras le estoy diciendo que faltó a su palabra me interrumpe: “ahora que te veo de cerca, qué lindos ojos tenés”. ¿Tengo que alegrarme, sentirme orgullosa de algo en lo que no tengo ningún mérito, cambiar mi enojo por un agradecimiento a su observación gentil? Opto por reprocharle doblemente su falta de palabra y el comentario desubicado y quedo como una amarga. La víctima es él: dijo algo agradable y se encontró con mi respuesta destemplada.

La filósofa mexicana Graciela Hierro, especialista en ética feminista, nos advertía sobre estos modos que toma el patriarcado para imponerse a los que llamaba “el trato galante”. Socialmente aparecen como un signo de caballerosidad, pero nos ubican en un papel de debilidad, de objeto de tutela, de incapacidad, de pasividad superlativa.

Los usos sociales están llenos de mandatos que los varones pueden tomar como lo que se espera de ellos, y muchas mujeres como signos de protección masculina.

Mañana se cumplen 60 años del voto femenino. Quizás sea oportuno recordar que hasta ese momento el código civil nos ponía con los incapaces, los presos, los dementes y los proxenetas para fundamentar nuestras ineptitudes para la política. Cuando luego de muchos años de lucha del socialismo feminista, y por expresa voluntad de Eva Perón, la ley de sufragio femenino finalmente llega a un recinto formado exclusivamente por varones, los argumentos en contra cubrieron todo el arco: desde señalar la natural incapacidad de las mujeres para la vida pública, a decir que ibamos a votar lo que nos dijera el cura y la iglesia iba a aumentar así su poder político, o ensalzar las más altas virtudes femeninas que nos destinan a la excelsa tarea divina de cuidar a nuestras crías (lo que logicamente está reñido con la disputa electoral), o describir la politica como un pantano donde no debería posarse el delicado pie que cual pétalo de rosa sostiene nuestra gracia, y como último recurso generar pánico recordando que nos volvemos locas una vez por mes y así existía la alta probabilidad de que en ese estado de enajenación temporal una cuarta parte de nosotras esté a la vez menstruando y decidiendo los destinos de la patria.

Para esos patriarcas de la democracia, que ya contaba con una “ley del voto universal y obligatorio” que no sólo nos excluía del universal sino que no registraba siquiera la exclusión, eso éramos las mujeres. Ellos sí tenían una respuesta, no como Freud que nos dejó esperando.

Procurando hacer un ejercicio de empatía, comprender cuál es la reacción de quien tiene esta visión de las mujeres ante los avances que el feminismo nos ha procurado en tantos órdenes de la vida, pienso que hay una percepción de cierta masculinidad de estar en retroceso. Una vivencia del poder sustancial y del territorio que torna amenazante el ingreso de las mujeres a las instituciones y a la vida pública, todavía ahora. La pérdida del monopolio de la palabra no alcanza para abrir el diálogo. El diálogo tiene condiciones lógicas, semánticas, éticas y políticas, no se trata de hablar por turno y menos aún de arrebatar el micrófono. Y ni hablar si se usan dos micrófonos, como hace la presidenta desde el atril!

Eso es lo que llamo “el síndrome del macho acorralado”, que es victimario violento y a la vez víctima, que me desvela cuando pienso en las formas de lograr una sociedad incluyente de verdad,y que me inspira para decir toda vez que puedo a modo de letanía pedagógica que “cuando una mujer avanza, ningún hombre retrocede”.


¿QUÉ HACEMOS CON LA MASCULINIDAD: reformarla, o abolirla transformarla?


Jokin Azpiazu analiza las contradicciones del popular discurso de las nuevas masculinidades: el excesivo protagonismo, la escasa vinculación a las teorías feministas, el heterocentrismo, el binarismo, o las resistencias a renunciar a los privilegios


Señora Milton
Durante los últimos años, el estudio de la masculinidad (o las masculinidades) ha recibido gran atención tanto en el ámbito de la investigación como en otros ámbitos sociales, como por ejemplo el de los medios de comunicación. Al amparo de los estudios de género, en varias universidades se están realizando estudios sobre masculinidad, y las líneas de investigación sobre el tema se están fortaleciendo y afianzando. Al mismo tiempo se están impulsando diferentes iniciativas en el terreno de los movimientos sociales así como en el de la intervención institucional, siendo probablemente las más conocidas los denominados “grupos de hombres”.

La idea que subyace en la atención que la masculinidad está recibiendo en el terreno académico es la siguiente: el género es una construcción social (tal y como la teoría feminista ha argumentado ampliamente) que también nos afecta a los hombres. Por lo tanto, poner el “ser hombre” a debate e iniciar una tarea de deconstrucción es posible. Así, los estudios sobre la masculinidad nos animan a ampliar la mirada sobre el género, a mirar a los hombres. Esto tiene sus efectos positivos, ya que los hombres no nos situaríamos ya en la base de “lo universal” sino en el terreno de las normas de género y su contingencia histórica y social.

Las investigaciones tienden a centrarse en la identidad (qué significa ser hombre para el propio hombre) y no tanto en las relaciones de poder. Son cada vez más auto-referenciales, en vez de basarse en las aportaciones de las teorías feministas

Sin embargo, de este planteamiento pueden emerger un gran número de dudas y contradicciones. El movimiento feminista ha conseguido en las últimas décadas redireccionar la mirada (científica, medíatica, social) hacia las mujeres. Este fenómeno se da además en un mar de contradicciones y contra-efectos al que los feminismos han tenido que responder a través de la crítica, la implementación y, al fin y al cabo, la transformación de esa misma “mirada”. Las ciencias sociales han observado a menudo a las mujeres como meros objetos sin capacidad de agencia y sin voz, y debido a ello ha sido necesario reivindicar que no sólo se trata de “mirar a” sino de “cómo” mirar. De cualquier forma, lo que ahora nos atañe es que en los últimos años esa mirada se dirige hacia los hombres. A menudo, sin embargo, no se pone suficiente énfasis en explicar que todo el periodo histórico anterior (y el actual en gran medida) se caracteriza precisamente por la negación de la existencia social de las mujeres. Es decir, que la mirada -social, académica, mediática- siempre ha estado dirigida a los hombres.

En el terreno social y asociativo, los “grupos de hombres” son probablemente las iniciativas más conocidas, pero no las únicas. Se han realizado en los últimos años varias acciones más que nos han tenido a los hombres como protagonistas. Muchas de ellas se han desarrollado en torno a la violencia machista: cadenas humanas, manifiestos, campañana publicitarias y foto-denuncias… Los hombres hemos anunciado en público nuestra intención de incidir en la lucha contra el sexismo y el machismo, y a menudo hemos recibido por ello abundante atención mediática, más que los grupos de mujeres que se dedican a lo mismo.

El punto de partida de estas iniciativas es la necesidad de que los hombres nos impliquemos contra el sexismo, lo que se ha enunciado de maneras bien diversas: se ha dicho que nuestra implicación es indispensable, que es nuestra obligación, que supone una ventaja para nosotros también, que sin nosotros el cambio es imposible… Cada forma de plantear el asunto implica matices bien diferentes. En cualquier caso, estaríamos hablando del uso y ocupación del espacio público (las calles, los medios, los discursos) y en ese terreno se ha visualizado de manera bastante clara que una palabra de hombre vale más que el enunciado completo de las mujeres, aunque ambas hablen de sexismo.

Durante los años 2011 y 2012, realicé una pequeña investigación respecto a estas cuestiones en el marco del máster de ‘Estudios feministas y de género’ de la Universidad del País Vasco. Mi objetivo era señalar algunas cuestiones que pueden resultar problemáticas sobre el trabajo con “masculinidades” tanto desde el punto de vista académico como movimentista. Traté de señalar algunos de los anclajes en los que se está amarrando la construcción discursiva en torno a las masculinidades hoy en día.

Al mismo tiempo que se reivindican diferentes maneras de vivir la masculinidad, se identifica con sujetos concretos: diagnosticados hombres al nacer, heterosexuales, involucrados en relaciones de pareja. Quienes no encajábamos en la norma, quedamos fuera

En el terreno académico hubo especialmente dos cuestiones que llamaron mi atención. Por un lado me parece que a la hora de investigar sobre masculinidad hay una tendencia bastante general a centrarse en la identidad, en detrimento de los puntos de vista que priorizan el enfoque sobre el poder o la hegemonía. Se estudia mucho qué siginifica ser hombre para el propio hombre, y no tanto cómo incide en las relaciones entre personas que hemos sido asignadas en diferentes sexos. Por otro lado, tengo la impresión de que los estudios sobre esta cuestión se están conviritiendo cada vez más en auto-referenciales. Los estudios sobre masculinidades parten de presupuestos teóricos construidos en los propios estudios sobre masculinidades, y cada vez se nutren menos de reflexiones feministas.

Esto tiene consecuencias de impacto tanto en el enfoque (o mirada) que se utiliza para abordar el tema, así como en el contexto del que se parte. Por ejemplo, una cuestión difícil y problemática en la teoría y práctica feminista de las últimas décadas ha sido la del sujeto, la pregunta clave que intensos debates tratan de contestar: ¿quién es hoy en día el sujeto político del feminismo, ahora que precisamente las diferentes expresiones feministas han cuestionado la categoría mujer como única, partiendo de las diferentes experiencias y posiciones de las mujeres en lo social? El intento de articular la capacidad política y subjetiva de las mujeres en esta red o maraña de diferencias es una cuestión de vital importancia, y por lo tanto, muy complicada. Sin embargo, las implicaciones que la participación de los hombres en “el feminismo” podrían suponer no son un tema de debate principal en las teorías sobre masculinidad. Esto determina la dirección en la cual se desarrollan los debates, dejando de lado temas que para los feminismos son de crucial importancia.

Saltando al terreno de los movimientos sociales me dediqué al estudio de algunos escritos y documentos publicados (en el ámbito de la Comunidad Autónoma Vasca) por grupos de hombres e iniciativas institucionales en torno a la masculinidad. En ese trabajo, incompleto aún, pude empezar a dibujar algunas claves que en mi opinión merece la pena poner sobre la mesa:

Para empezar, hablamos de masculinidad y aún nos referimos a un modelo muy concreto. Al mismo tiempo que se reivindica que existen diferentes maneras de vivir la masculinidad, se identifica el ejercicio de la misma con sujetos concretos: personas que han sido identificadas como hombres al nacer, heterosexuales, en la mayoría de los casos involucrados en relaciones de pareja. El resto, quienes hemos tenido algún problema que otro para encajar en el carril de la masculinidad “hegemónica” (hombres trans, homosexuales, afeminados…) quedamos fuera de esa categoría. Esto supone un doble riesgo: por un lado decir que no somos hombres (por mí bien, ojalá) pero por otro, pensar que por ser masculinidades “marginales” no ostentamos actitudes hegemónicas y poder.

En este sentido, la mayoría de propuestas vienen a cuestionar y modificar las relaciones que se dan entre hombres y mujeres, sobre todo en el terreno familiar y doméstico, dejando de lado (o prestando mucha menos atención) a otros espacios, sujetos y situaciones. Reivindicamos que los hombres nos tenemos que poner el delantal, pero no tenemos demasiadas propuestas para cómo (por ejemplo) rechazar los privilegios que ser hombres nos aporta en el mercado laboral.

En cambio, nos resulta más fácil denunciar las cargas y “daños colaterales” que el patriarcado nos ha impuesto. Señalamos los espacios que nos han sido negados por ser hombres y subrayamos la necesidad de conquistarlos, pero tenemos más dificultades para enfatizar el otro lado de la moneda, los espacios que el patriarcado nos ha dado, aquellos que tenemos que des-conquistar. No señalamos, además, que esta moneda no es casi nunca simétrica, que estos privilegios nos vienen muy bien para movernos en el mundo actual.

En este sentido, me parece muy importante identificar las motivaciones que nos llevan a implicarnos en las luchas por la igualdad. Estamos dispuestos a asumir algunos de los trabajos que históricamente han realizado las mujeres (los trabajos de cuidado son paradigmáticos en este caso). Decimos que el cuidado de nuestras criaturas (de aquellos que las tengan, claro) es fundamental, y más aún, señalamos las ventajas que esto nos traerá. Sin embargo, mencionar a las personas enfermas, o con autonomía reducida por cualquier motivo, nos cuesta bastante más. Decimos que con la igualdad ganaremos tod*s, pero si lo que el patriarcado supone es precisamente una red de poder de distribución desigual, no guste o no, alguien tendrá que perder con la igualdad. Y así deberá ser, si algunos sujetos se empoderan, otros tendremos que des-empoderarnos (si es que existe el concepto). Deberíamos dejar claro que esto no será una ventaja, no será bueno para todos, no será un regalo del cielo. Pero eso no quita que haya que hacerlo.

En las dos últimas décadas las teorías feministas han cuestionado el carácter binario del sexo. Nosotros parece que sentimos más apego del que pensábamos hacia la noción de masculinidad, seguramente porque sabemos que nos aporta privilegios

Asimismo, identifiqué en al análisis de algunos textos ciertos discursos de presunción de inocencia; la necesidad de reivindicar, ante un supuesto exceso de radicalidad de los feminismos, que todos los hombres no somos iguales. Es evidente que todos los hombres no somos iguales ni ejercemos de la misma manera la masculinidad, pero sería interesante estudiar por qué nos sentimos culpables o atacados y por qué nos enfadan según que críticas o discursos. De alguna manera, se intuye la búsqueda de una nueva identidad personal y grupal, la de los hombres “alternativos”.

Unido a todo esto, el concepto “nuevas masculinidades” emerge con fuerza en los últimos años, en algunos casos con vocación descriptiva (en el terreno académico) y en otras como propuesta de modelo a construir (en los movimientos sociales). En ambos casos me parece necesario y pertinente problematizar el concepto.

En el primero de los casos, me parece excesivo afirmar la existencia de “nuevas masculinidades” de manera acrítica. Claro que la masculinidad está cambiando, pero ¿cuándo no? Y, ¿en qué sentido y en que contexto está cambiando? ¿No será la masculinidad de cierta clase social en cierto contexto la que está cambiando o al menos la que hace visible su cambio? ¿Son todos los cambios en la masculinidad “positivos” y “voluntarios”? Estos cambios y novedades que nos son visibles en lo identitario, ¿en qué medida y cómo afectan a las relaciones entre hombres y mujeres en el terreno material (reparto de recursos y poderes de todo tipo)? Diría que es posible trazar formas distintas en las que hombres y mujeres han vivido la masculinidad a lo largo de la historia, pero sólo en este momento preciso hablamos de “nuevas masculinidades”, precisamente cuando es el grupo “hegemónico” el que está dando pasos hacia la transformación consciente del modelo masculino (transformación, que dicho sea de paso, valoro positivamente). No quisiera por tanto cuestionar la capacidad para vivir la masculinidad de formas distintas señalada en el término “nuevas masculinidades”. Es su inflación discursiva lo que me preocupa.

En el terreno social, reivindicar la búsqueda de “nuevas masculinidades” (que, a menudo, como he expuesto anteriormente, se limita de antemano a ciertos sujetos) puede tener además de su lado positivo un lado problemático. En las dos últimas décadas las teorías feministas han cuestionado el carácter binario del sexo. A pesar de las diferentes opiniones en el seno de los movimentos, diría que los debates han sido ricos y productivos. Sin embargo, nosotros todavía ni nos hemos planteado en la mayoría de los casos qué hacer con la masculinidad: ¿reformarla? ¿transformarla? ¿abolirla?

Parece que sentimos más apego del que pensábamos hacia la masculinidad, seguramente porque de manera consciente e inconsciente sabemos que los privilegios que nos aporta no están nada mal. Pero aún cuando hacemos un intento de cuestionar los privilegios no somos capaces de retratar nuestras vidas y utopías más allá de la masculinidad (sea “nueva” o no). Sin obviar que la deconstrucción de la feminidad y la masculinidad conlleva consecuencias diferentes a muchos niveles, deberíamos intentar atender al debate sobre si queremos ser otros hombres, hombres distintos o simplemente menos hombres.


DECONSTRUIR EL HOMBRE Y LA MASCULINIDAD


L.K.A

Lo contrario de viril no es femenino sino infantil.
Lo infantil es una mezcla de inocencia, espontaneidad humana e inexperiencia, por un lado, y modelado adulto, por otro lado, esencialmente, ser un niño supone cierta dependencia, inseguridad, vulnerabilidad, irresponsabilidad, indisciplina, priorizar el juego, tener bastante desarrollada la parte emocional, ser visto por los adultos o mayores como un ser inofensivo y, por tanto, totalmente maleable e idóneo para la obediencia (en el patriarcado), como une ser asexual, pervertible o pervertido por la cultura patriarcal y su estrecha mirada en materia sexual, ser un niño supone también (en el patriarcado) recibir una total falta de respeto y consideración hacia su criterio y, generalmente, también hacia su voluntad (deseo/necesidad) si está fuera de la perspectiva adulta, ya sea específica (un adulto en concreto) o amplia (adultista, adultocentrismo). Lo femenino es una extensión de lo infantil, con la diferencia de ser modelado al gusto del Hombre, en función de sus necesidades y deseos.

El “Hombre” es un constructo cultural necesario en el patriarcado. La masculinidad es una ilusión, supone un reto permanente y una negación. En realidad, los varones no existen, porque esa categoría es inalcanzable íntegramente.
La cultura patriarcal construye polos opuestos (binarismo de género) porque está basada en la dominación, donde unos mandan y otros obedecen favoreciendo la creación de polos opuestos, que ayudan a preservar el orden establecido y mantener un cierto equilibrio en ese modelo sociocultural.
Por lo tanto, el ser humano es deformado por los patrones alienantes del patriarcado: “Hombre” y “adulto opresor” y también “Mujer” e “infancia adulterada”. La persona sólo puede ser fiel a sí misma, plenamente, sin el corsé del género y sólo puede romper el círculo educativo para la sumisión eliminando al adulto patriarcal, si queremos construir una comunidad humana saludable basada en la libertad y el respeto mutuo.

Los valores femeninos aceptan los límites personales y la inevitabilidad de las relaciones interdependientes. Los valores masculinos no admiten los límites personales, lo que supone vivir una impostura patológica, generadora de frustración y sufrimiento. Por otra parte, los valores femeninos no reconocen las posibilidades reales personales que permiten cierta autonomía, autosuficiencia e independencia anulándonos, anulando nuestra libertad; nos llenan de inseguridades, miedos y limitaciones, lo que creemos superar tomando como propio el género masculino en cierta medida (masculinizando la Mujer).

En el patriarcado actual (o neopatriarcado) el Hombre sigue siendo el sujeto universal por lo que se suelen valorar las cualidades asociadas a lo masculino o masculinizadas y lo importante es el Hombre (o, por extensión, los hombres) y lo que él (o ellos) hace(n) y dice (o dicen); lo femenino es despreciado, negado y rechazado. Lo que está ocurriendo es que el género se está empezando a disociar del sexo (parcialmente) porque se sigue asumiendo lo masculino como neutro y algunas cualidades valoradas tradicionalmente en un sexo empiezan a aceptarse en el otro, esto conlleva un cambio de roles, una ruptura con los estereotipos tradicionales y un proceso de masculinización de la mujer. Tras el pseudofeminismo que esto representa, lo valorado socialmente, se convierte en patrón para ambos sexos; obteniendo una aparente igualdad porque dejaría de existir la discriminación por razón de sexo, pero representando, en realidad, una invisibilización del poder. Debido a esta ambivalencia del sexo respecto del género y del poder, tenemos que empezar a cuestionar y atacar los valores patriarcales en sí mismos.

Algunos de los valores patriarcales, más allá del sexo de la persona que los profesa, como sometido o como opresor:

-La prepotencia/la docilidad
-Utilización de las personas para la satisfacción personal o colectiva de otros. También mutua (la satisfacción es mutua, pero la persona es igualmente cosificada). También mercantilizada.
-Supremacía y valoración de lo masculino y lo adulto. Androcentrismo y adultocentrismo.
-Negación y represión de los sentimientos. Aparentar invulnerabilidad.
-Universalidad humana de la heterosexualidad. Banalización del sexo.
-Posesión y propiedad privada.
-Restricciones afectivas. Jerarquización de las relaciones proyectada hacia el provecho de la Familia o del Capital.
-El género

El Estado y sus cuerpos represores (llamados de seguridad) han venido a sustituir el papel protector del Hombre (Padre, Marido, etc.) en el patriarcado. Tenemos que reemplazarlo por la comunidad, y que sea ella quien asuma ese papel. Así como las mismas mujeres y el apoyo mutuo.

Ha sido la necesidad de más mano de obra cualificada del capitalismo, la que ha permitido una formación más amplia de las mujeres y la adquisición de nuevas capacidades, y su entrada en ámbitos vetados hasta entonces, aprovechemos esta preparación y oportunidad para liberarnos, no para someternos doblemente o a la manera masculina; para encontrar otro modelo socioeconómico que no permita la explotación, la alienación ni la desigualdad e injusticia.

No permitamos que nos hagan cómplices del modelo político, económico y social establecido, tampoco del modelo cultural patriarcal.




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Publicación de un artículo más extenso sobre el tema en un próximo número de Alejandra (alejandraxanarcofem@gmail.com).

Bibliografía consultada:
-XY La identidad masculina de Elisabeth Badinter-Congreso Internacional: Los hombres ante el nuevo orden social de Emakunde/Instituto Vasco de la mujer. Vitoria- Gasteiz 2002
-Reacerse hombre de Juan Carlos Kreimer
-El gran tabú de la dependencia masculina (¿Qué quieren las mujeres?) de E. L. Eichen Baum y S. Orbach

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